Diego de Torres Villarroel: «Vida…» (autobiografía real); análisis y propuesta didáctica

TORRES VILLARROEL – VIDA (1743)

Nacimiento, crianza y escuela de don Diego de Torres y sucesos hasta los primeros diez años de su vida, que es el primer trozo de su vulgarísima historia 

Yo nací entre las cortaduras del papel y los rollos del pergamino en una casa breve del barrio de los libreros de la ciudad de Salamanca, y renací por la misericordia de Dios en el sagrado bautismo en la parroquia de San Isidoro y San Pelayo, en donde consta este carácter, que es toda mi vanidad, mi consuelo y mi esperanza. La retahíla del abolorio que dejamos atrás está bautizada también en las iglesias de esta ciudad –unos en San Martín, otros en San Cristóbal y otros en la iglesia catedral–, menos los dos hermanos, Roque y Francisco, que son los que trasplantaron la casta. Los Villarroeles, que es la derivación de mi madre, también tienen de trescientos años a esta parte asentada su raza en esta ciudad, y en los libros de bautizados, muertos y casados, se encontrarán sus nombres y ejercicios.

Crieme, como todos los niños, con teta y moco, lágrimas y caca, besos y papilla. No tuvo mi madre en mi preñado ni en mi nacimiento antojos, revelaciones, sueños ni señales de que yo había de ser astrólogo o sastre, santo o diablo. Pasó sus meses sin los asombros de las pataratas que nos cuentan de otros nacidos, y yo salí del mismo modo, naturalmente, sin más testimonios, más pronósticos ni más señales y significaciones que las comunes porquerías en que todos nacemos arrebujados y sumidos. Ensuciando pañales, faldas y talegos, llorando a chorros, gimiendo a pausas, hecho el hazmerreír de las viejas de la vecindad y el embelesamiento de mis padres, fui pasando hasta que llegó el tiempo de la escuela y los sabañones. Mi madre cuenta todavía algunas niñadas de aquel tiempo: si dije este despropósito o la otra gracia, si tiré piedras, si embadurné el vaquero [blusón o sayo de niño]; el papa, caca y las demás sencilleces que refieren todas las madres de sus hijos. Pero siendo en ellas amor disculpable, prueba de memoria y vejez referirlas, en mí será necedad y molestia declararlas. Quedemos en que fui, como todos los niños del mundo, puerco y llorón, a ratos gracioso y a veces terrible, y están dichas todas las travesuras, donaires y gracias de mi niñez. 

A los cinco años me pusieron mis padres la cartilla en la mano y, con ella, me clavaron en el corazón el miedo al maestro, el horror a la escuela, el susto continuado a los azotes y las demás angustias que la buena crianza tiene establecidas contra los inocentes muchachos. Pagué con las nalgas el saber leer, y con muchos sopapos y palmetas el saber escribir. Y en este estuve hasta los diez años, habiendo padecido cinco en el cautiverio de Pedro Rico, que así se llamaba el cómitre que me retuvo en su galera. 

Ni los halagos del maestro, ni las amenazas, ni los castigos, ni la costumbre de ir y volver de la escuela pudieron engendrar en mi espíritu la más leve afición a las letras y las planas. No nacía esta rebelión de aquel común alivio que sienten los muchachos con el ocio, la libertad y el esparcimiento, sino de un natural horror a estos trastos, de un apetito propio a otras niñerías más ocasionadas y más dulces a los primeros años. El trompo, el reguilete [banderilla] y la matraca eran los ídolos y los deleites de mi puerilidad. Cuanto más crecía el cuerpo y el uso de la razón, más aborrecía el linaje de trabajo. 

Aseguro que, habiendo sido mi nacimiento, mi crianza y toda la ocupación de mi vida entre los libros, jamás tomé alguno en la mano deseoso del entretenimiento y la enseñanza que me podían comunicar sus hojas. El miedo al ocio, la necesidad y la obediencia a mis padres me metieron en el estudio y, sin saber lo que me sucedía, me hallé en el gremio de los escolares, rodeado del vade [bolsa o cartapacio escolar] y la sotana. Cuando niño, la ignorancia me apartó de la comunicación de las lecciones; cuando mozo, los paseos y las altanerías no me dejaron pensar en sus utilidades; y cuando me sentí barbado, me desconsoló mucho la variedad de sentimientos, la turbulencia de opiniones y la consideración de los fines de sus autores. A los libros ancianos aún les conservaba algún respeto; pero después que vi que los libros se forjaban en unas cabezas tan achacosas como la mía, acabaron de poseer mi espíritu el desengaño y el aborrecimiento. 

Los libros gordos, los magros, los chicos y los grandes, son unas alhajas que entretienen y sirven en el comercio de los hombres. El que los cree, vive dichoso y entretenido; el que los trata mucho, está muy cerca de ser loco; el que no los usa, es del todo necio. Todos están hechos por hombres y, precisamente, han de ser defectuosos y oscuros como el hombre. Unos los hacen por vanidad, otros por codicia, otros por la solicitud de los aplausos, y es rarísimo el que para el bien público se escribe. Yo soy autor de doce libros, y todos los he escrito con el ansia de ganar dinero para mantenerme. Esto nadie lo quiere confesar; pero atisbemos a todos los hipócritas, melancólicos embusteros que suelen decir en sus prólogos que por el servicio de Dios, el bien del prójimo y redención de las almas dan a luz aquella obra, y se hallará que ninguno nos la da de balde, y que empieza el petardo desde la dedicatoria, y que se espiritan de coraje contra los que no se la alaban e introducen. 

Muchos libros hay buenos, muchos malos e infinitos inútiles. Los buenos son los que dirigen las almas a la salvación, por medio de los preceptos de enfrenar nuestros vicios y pasiones; los malos son los que se llevan el tiempo, sin la enseñanza ni los avisos de esta utilidad; y los inútiles son los más de todas las que se llaman facultades. Para instruirse en el idioma de la medicina y comer sus aforismos basta un curso cualquiera, y pasan de doce mil los que hay impresos sin más novedad que repetirse, trasladarse y maldecirse los unos a los otros. Y lo mismo sucede entre los oficiales y maestros que parlan y practican las demás ciencias. 

Yo confieso que para mí perdieron el crédito y la estimación los libros después que vi que se vendían y apreciaban los míos, siendo hechuras de un hombre loco, absolutamente ignorante y relleno de desvaríos y extrañas inquietudes. La lástima es –y la verdad– que hay muchos autores tan parecidos a mí que solo se diferencian del semblante de mis locuras en un poco de moderación afectada; pero en cuanto a necios, vanos y defectuosos, no nos quitamos pinta [se parecen mucho]. Finalmente, la natural ojeriza, el desengaño ajeno y el conocimiento proprio, me tienen días ha desocupado y fugitivo de su conversación, de modo que no había cumplido los treinta y cuatro años de mi edad cuando derrenegué de todos sus cuerpos. Y una mañana que amaneció con más furia en mi celebro esta especie de delirio, repartí entre mis amigos y contrarios mi corta librería y solo dejé sobre la mesa y sobre un sillón que está a la cabecera de mi cama la tercera parte de Santo Tomás, Kempis, el padre Croiset [jesuita francés (1656-1738) , autor de obras religiosas], don Francisco de Quevedo, y tal cual devocionario de los que aprovechan para la felicidad de toda la vida y me pueden servir en la ventura de la última hora. 

En los últimos años de la escuela, cuando estaba yo aprendiendo las formaciones y valor de los guarismos, empezaron a hervir a borbotones las travesuras del temperamento y de la sangre. Hice algunas picardigüelas, reparables en aquella corta edad. Fueron todas nacidas de falta de amor a mis iguales y de temor y respeto a mis mayores. Creo que en estas osadías no tuvieron toda la culpa la simplicidad, la destemplanza de los humores ni la natural inquietud de la niñez. Tuvo la principal acción en mis revoltosas travesuras la necedad de un bárbaro oficial de un tejedor, vecino a la casa de mis padres; porque este bruto –era gallego– dio en decirme que yo era el más guapo y el más valiente entre todos los niños de la barriada, y me ponía en la ocasión de reñir con todos, y aun me llevaba a pelear a otras parroquias. Azuzábame como a los perros contra los otros muchachos, ya iguales, ya mayores y jamás pequeños. Y lo que logró este salvaje fue llenarme de chichones la cabeza, andar puerco y roto y con una mala inclinación pegada a mi genio; de modo que, ya sin su ayuda, me salía a repartir y a recoger puñadas y mojicones sin causa, sin cólera y sin más destino que ejercitar las malditas lecciones que me dio su brutal entretenimiento. 

Esta inculpable descompostura puso a mis padres en algún cuidado y a mí en un trabajo riguroso, porque así su obligación como el cariño de los parientes y los vecinos que amaban antes mis sencilleces, procuraron sosegar mis malas mañas con las oportunas advertencias de muchos sopapos y azotes que, añadidos a los que yo me ganaba en las pendencias, componían una pesadumbre ya casi insufrible a mis tiernos y débiles lomos. Esta aspereza y la mudanza del salvaje tejedor, que se fue a su país, y sobre todo la vergüenza que me producía el mote de piel del diablo con que ya me vejaban todos los parroquianos y vecinos, moderaron del todo mis travesuras y volví, sin especial sentimiento, a juntarme con mi inocente apacibilidad. 

Salí de la escuela leyendo sin saber lo que leía; formando caracteres claros y gordos, pero sin forma ni hermosura; instruido en las cinco reglillas de sumar, restar, multiplicar, partir y medio partir; y, finalmente, bien alicionado en la doctrina cristiana, porque repetía todo el catecismo sin errar letra, que es cuanto se le puede agradecer a un muchacho y cuanto se le puede pedir a una edad en la que sola la memoria tiene más discernimiento y más ocasiones que las demás potencias. Con estos principios, y ya enmendado de mis travesurillas, pasé a los generales [aulas] de la gramática latina en el Colegio Trilingüe [se enseñaba latín, griego y hebreo], en donde empecé a trompicar nominativos y verbos con más miedo que aplicación. Los provechos, los daños, los sentimientos y las fortunas que me siguieron en este tiempo los diré en el segundo trozo de mi vida, pues aquí acabaron mis diez años primeros, sin haber padecido en esta estación más incomodidades que las que son comunes a todos los muchachos. Salí, gracias a Dios, de las viruelas, el sarampión, las postillas y otras plagas de la edad, sin lesión reprehensible en mis miembros. Entré crecido, fuerte, robusto, gordo y felizmente sano en la nueva fatiga, la que seguí y finalicé como verá el que quiera leer u oír. 

Trozo segundo de la vida de don Diego de Torres. Empieza desde los diez años hasta los veinte 

Don Juan González de Dios, hoy doctor en Filosofía y catedrático de Letras Humanas en la Universidad de Salamanca [de 1726 a 1748], hombre primoroso y delicadamente sabio en la gramática latina, griega y castellana, y entretenido con admiración y provecho en la dilatada amenidad de las buenas letras, fue mi primer maestro y conductor en los preceptos de Antonio de Nebrija. Es don Juan de Dios un hombre silencioso, mortificado, ceñudo de semblante, extático de movimientos, retirado de la multitud, sentencioso y parco en las palabras, rígido y escrupulosamente reparado en las acciones; y, con estas modales y las que tuvo en la enseñanza de sus discípulos, fue un venerable, temido y prodigioso maestro. 

Para que aprovechase sin desperdicios el tiempo, me entregaron totalmente mis padres a su cuidado, poniéndome en el pupilaje virtuoso, esparcido y abundante de su casa. Poco aficionado y felizmente medroso, cumplía con las tareas del estudio y los demás ejercicios que tenía impuestos la prudencia del maestro para hacer dichosos y aprovechados a sus pupilos. Procuraba poner en la memoria las lecciones que me señalaba su experiencia, con bastante trabajo y porfía, porque mi memoria era tarda, rebelde y sin disposición para retener las voces. El temor a su aspecto y a la liberalidad del castigo vencía en mi temperamento esta pereza o natural aversión, que siempre estuvo permanente en mi espíritu, a esta casta de entretenimientos o trabajos. La alegría, el orgullo y el bullicio de la edad me los tenía ahogados en el cuerpo su continua presencia. Interiormente hallaba yo en mí muchas disposiciones para ser malo, revoltoso y atrevido, pero el miedo me tuvo disimuladas y sumidas las inclinaciones. 

La rigidez y la opresión importa[n] mucho en la primera crianza. El gesto del preceptor a todas horas sobre los muchachos les detiene las travesuras, les apaga los vicios, les sofoca las inconsideraciones y modera aun las inculpables altanerías de la edad. A la vista del maestro ningún muchacho es malo, ninguno perezoso; todos se animan a parecer aplicados y liberales; y la repetición y el vencimiento les va trocando las inclinaciones y haciendo que tomen el gusto a las virtudes. 

Regañando interiormente, lleno de hastío y disimulando la inapetencia a los estudios y a la doctrina, tragué tres años las lecciones, los consejos y los avisos; y, a pesar de mis achaques, salí bueno de costumbres y medianamente robusto en el conocimiento de la gramática latina. De muchos niños se cuenta que estudiaron esta gramática en seis meses y en menos tiempo. Yo doy gracias a Dios por la crianza de tan posibles penetraciones, pero creo lo que me parece. Lo que aseguro es que en mi compañía cursaban cuatrocientos muchachos las aulas de Trilingüe, y a todos nos tocó ser tan rudos que el más ingenioso se detuvo al mismo tiempo que yo, y otros permanecieron por muchos días. Es verdad que estos adelantamientos y milagros se los he oído referir a sus padres, y como estos son partes tan apasionadas de sus hijos, se puede dudar de sus ponderaciones. Adelanta poco un niño en saber la gramática de corta edad; es gracia que sirve para el entretenimiento, pero es muy poca la disposición que adquiere para la inteligencia de las facultades superiores. No pierde tiempo el que gasta tres o cuatro años entre los Horacios, los Virgilios, los Valerios y los Ovidios; entre tanto, crece la razón, se dilata el conocimiento, se madura el juicio, se reposa el ingenio y se preparan sin violencia el deseo, la atención y la porfía para vencer las dificultades. 

Más allá del uso de la razón ha de pasar el que toma la tarea de los estudios. El silogizar [razonar ordenadamente] no es para niños. Nada malogra el que se detiene hasta los quince o diez y seis años entretenido en las construcciones de los poetas. Hasta aquí hablo con los que han de seguir los estudios para oficio y para ganancia. Los que no han de comer de las facultades, en cualquier tiempo, edad y ocasión que las soliciten, caminan con ventura; porque es todo adelantamiento cuanto emprenden, gracia cuanto saben y virtud cuanto trabajan. 

Salí del pupilaje detenido, dócil, cuidadoso y poco castigado, porque viví con temor y reverencia al maestro. Gracias a Dios, no mostré entonces más inquietudes que tal cual fervor de los que se perdonan con facilidad a la niñez. Fui bueno porque no me dejaron ser malo; no fue virtud; fue fuerza. En todas las edades necesitamos de las correcciones y los castigos, pero en la primera son indispensables los rigores. Una de las más felices diligencias de la buena crianza es coger a los muchachos un maestro grave, devoto y discreto, a quien teman e imiten. Muchos mozos hay malos porque no tienen a quien temer, y muchos viejos delincuentes porque están fuera de la jurisdicción de los azotes. El maestro y la zurriaga debían durar hasta el sepulcro, que hasta el sepulcro somos malos, y de otro modo no se puede hacer bondad con el más bien acondicionado de los hombres. Los años, la prudencia, la honra y la dignidad son maestros muy apacibles, muy cuidadosos y muy parciales de nuestros antojos y apetitos; el zurriago es el maestro más respetuoso y más severo, porque no sabe adular y sólo sabe corregir y detener. Murió pocos años ha el maestro de mis primeras letras, y lo temí hasta la muerte; hoy vive el que me instruyó en la Gramática, y aún lo temo más que a las brujas, los hechizos, las apariciones de los difuntos, los ladrones y los pedigüeños, porque imagino que aún me puede azotar; estremecido estoy en su presencia y a su vista no me atreveré a subir la voz a más tono que el regular y moderado. Ello parece disparate proferir que se hayan de criar los viejos con azotes, como los niños; pero es disparate apoyado en la inconstancia, soberbia, rebeldía y amor propio nuestro, que no nos deja hasta la muerte. Ahora me estoy acordando de muchos sujetos que, si los hubieran azotado bien de mozos y los azotaran de viejos, no serían tan voluntariosos [cabezotas] y malvados como son. En todas edades somos niños y somos viejos, mirando a lo antojadizo de las pasiones; en todo tiempo vivimos con inclinación a las libertades y a los deleites forajidos, y valen poco para detener su furia las correcciones ni las advertencias. El palo y el azote tiene más buena gente que los consejos y los agasajos. Finalmente, en todas edades somos locos, y el loco por la pena es cuerdo. 

Pasé desde mi pupilaje al Colegio Trilingüe [en las escuelas menores, con casi quince años, en 1708] en donde me vistieron una beca que alcanzó mi padre de la Universidad de Salamanca. Fui examinado, como es costumbre, en el claustro de diputados de aquella Universidad; y, según la cuenta, o me suplieron como a niño o correspondí a satisfacción de los examinadores, porque no faltó voto. Empecé la tarea de los que llaman estudios mayores, y la vida de colegial a los trece años, bien descontento y enojado, porque yo quería detenerme más tiempo con el trompo y la matraca, pareciéndome que era muy temprano para meterme a hombre y encerrarme en la melancolía de aquel caserón. 

Estaba de rector del colegio, en la coyuntura de mi entrada, un clérigo virtuoso de vida irreprehensible, pero ya viejo, enfermo y aburrido de lidiar con los jóvenes, que se creían encerrados en aquella casa. Sus achaques, la vejez y los anteriores trabajos lo tenían sujeto a la cama muchas horas del día y muchos meses del año. Y, con esta seguridad y el ejemplo de otros colegiales amigos del ocio, la pereza y las diversiones inútiles, iba insensiblemente perdiendo la inocencia y amontonando una población de vicios y desórdenes en el alma. Halleme sin guardián, sin celador y sin maestro, y empezó mi espíritu a desarrebujar las locuras del humor y las inconsideraciones de la edad con increíble desuello e insolencia. 

El gusto de mis padres y el apoyo del clérigo rector me destinaron para que estudiase la Filosofía; y señalándome el maestro a quien había de oír, que fue el padre Pedro de Portocarrero, de la Compañía de Jesús, comencé esta carrera descuidado y menos medroso, porque ya me consideraba libre de los castigos, dueño de mi voluntad y señor absoluto de mis acciones y disparates. Acudía tarde e ignorante a las conferencias, miraba sin atención las lecciones, retozaba y reñía con mis condiscípulos (no obstante las reverendas [atributos respetables] de la beca colorada). Metíme a bufón y desvergonzado con los nuevos y profesé de truhán, descocado y decidor con todos, sin reservar las gravedades del maestro. Seguía en el aula –a pesar de las correcciones, avisos y asperezas del lector– este género de alegrías peligrosas, y en el colegio continuaba con mis compañeros otros desórdenes y libertades que bastaron para hacerme holgazán y perdulario. 

Huyendo muchos días de la aula y no estudiando ninguno, llegué arrastrando hasta las últimas cuestiones de la Lógica. Viendo el lector que perdía el tiempo y que no me enmendaban los consejos ni me contenían las correcciones ni las amenazas, citó una tarde a mi padre y al rector del colegio para argüirme, avergonzarme y reprehenderme en su presencia. Yo tuve noticia de esta prevención por un condiscípulo; y antes que llegasen a cogerme en la junta, rompí delante del lector los cartapacios que le había mal escrito y le dije, con osada deliberación, que no quería estudiar. Apretome en respuesta unas cuantas manotadas y mandó que me agarrasen los demás muchachos, los que me tuvieron asido hasta que llegaron el rector y mi padre. Metiéronme a empujones en un  apartamiento de la sacristía, que llaman la trastera, y allí me hicieron los cargos y las datas [«me ajustaron las cuentas»]. Aconsejábanme a coces y advertíanme a gritos; yo recogía de mala gana los unos y los otros. Hice el sordo, el sufrido y el enmendado. Y después que salí de sus uñas, hice también el propósito de no volver a la aula y, como era malo, lo cumplí puntualmente. Y estas han sido todas las lecciones, los actos, los cursos y los ejercicios que hice en la Universidad de Salamanca. Unos retazos lógicos muy mal vistos fueron todos los adornos y elementos de mis estudios. 

Considere el que ha llegado hasta aquí leyendo la materia de que se hacen los doctores y los hombres que escriben libros de moralidades y doctrinas, y verá que la necedad del vulgo y la fortuna particular de cada uno tienen en su antojo la mayor parte de sus conveniencias, sus créditos y sus exaltaciones. Yo sé de mí que gozo un vulgar ingenio, desnudo de la enseñanza, la aplicación, los libros, los maestros y de todo cuanto debe concurrir a formar un hombre medianamente erudito; y me han cacareado las obras y las palabras, a pesar de mis confesiones, mis rudezas, mis descuidos y las continuas burlas y desprecios con que las he satirizado. 

Arrimé [abandoné] desde este suceso la Lógica y cogí nuevo horror a las Ciencias, de modo que en cinco años no volví a ver libro alguno de los que se rompen en las Universidades. Las novelas, las comedias y los autores romancistas me entretuvieron la ociosidad y el retiro forzado; y estos me dejaron descuidadamente en la memoria tal cual estilo y expresión castellana con que me bandeo para darme a entender en las conversaciones, los libros y las correspondencias. Hundido en el ocio y la inquietud escandalosa, y sin haberme quedado con más obligación que la de asistir a la cátedra de Retórica, que era la advocación de mi beca, proseguí en el colegio, sufrido y tolerado de la lástima y del respeto a mis pobres padres. En este arte no adelanté más que la libertad de poder salir de casa y algún bien que a mi salud le pudo dar el ejercicio. Era el catedrático el doctor don Pedro de Samaniego de la Serna [desde 1699 hasta 1727]. Los que conocieron al maestro y han tratado al discípulo podrán discurrir lo que él me pudo enseñar y yo aprender. Acuérdome que nos leía a mí y a otros dos colegiales por un libro castellano, y este se le perdió una mañana viniendo a escuelas. Puso varios carteles, ofreciendo buen hallazgo al que se lo volviese. El papel no pareció, con que nos quedamos sin arte y sin maestro, gastando la hora de la cátedra en conversaciones, chanzas y novedades inútiles y aun disparatadas. 

Los años me iban dando fuerza, robustez, gusto y atrevimiento para desear todo linaje de enredos, diversiones y disparates. Y yo empecé con furia implacable a meterme en cuantos desatinos y despropósitos rodean a los pensamientos y las inclinaciones de los muchachos. Aprendí a bailar, a jugar la espada y la pelota, torear, hacer versos; y paré todo mi ingenio en discurrir diabluras y enredos para librarme de la reclusión y las tareas en que se deben emplear los buenos colegiales de aquella casa. Abría puertas, falseaba llaves, hendía candados, y no se escapaba de mis manos pared, puerta ni ventana en donde no pusiese las disposiciones de falsearla, romperla o escalarla. 

Era grave delito en mi tiempo romper de noche la clausura y tomar de día la capa y la gorra [embozado el rostro para no ser reconocido]; y todas las noches y los días quebrantaba a rienda suelta estos preceptos. Mi cuarto más parecía garito de ladrón que aposento de estudiante, porque en él no había más que envoltorios de sogas, espadas de esgrima, martillos, barrenos y estacones. Di en hurtar al rector y colegiales las frutas, los chorizos y otros repuestos comestibles que guardaban en la despensa y en sus cuartos. Gracias a Dios que me contuve en ser ratero de estas golosinas; porque los deseos de enredar, reír y burlarme eran desesperados, que fue providencia del cielo no acabar en vicio execrable lo que empezó por huelga tolerada. 

Las trazas, las ideas y las invenciones de que yo usé para hacer estos hurtillos y abrir las puertas para huir de la sujeción y la clausura no las quiero declarar, porque el manifestarlas más sería proponer vicios que imitasen los lectores incautos que referir pueriles travesuras. Lo que puedo asegurar es que en las vidas de Dominico Cartujo, Pedro Ponce y otros [bandidos] ahorcados, no se cuentan ardides ni mañas tan extravagantes ni tan risibles como las que inventaba mi ociosidad y mi malicia. En la memoria de mis coetáneos duran todavía muchos sucesos que se recuerdan muchas veces en su tertulias. El que los quisiere saber, acuda a sus noticias, que las relaciones pasajeras de una conversación no deja[n] tan perniciosos deseos en los espíritus como las que introducen las hojas de un impreso. Acompañábanme a estas picardigüelas unos amigos forasteros y un confidente de mi proprio paño, tan revoltosos, maniáticos y atrevidos los unos como los otros. Callo sus nombres, porque ya están tan enmendados que unos se sacrificaran a ser obispos y otros a consejeros de Castilla, y no les puede hacer buena sombra la crianza que tuvieron conmigo treinta años ha. En todo cuanto tenía aire de locura, descuaderno y disolución ridícula nos hallábamos siempre muy unidos, prontos, alegres y conformes. Hicimos compañía con los toreros y, amadrigados [en comandita] con esta buena gente, fuimos indefectibles alegradores en las novilladas y torerías que son frecuentes en las aldeas de Salamanca. 

Profesé de jácaro [fanfarrón] y me hice al traje, al idioma y a la usanza de la picaresca con tal conformidad, que más parecía hijo de Pedro Arnedo que de Pedro de Torres. Para todos los desconciertos de los que siguen tan licenciosa y airada vida tuve disposiciones en mi genio y en mi salud; y, menos el vino (que hasta ahora no lo he probado) y el tabaco de hoja, todos los demás vicios que componen un desvergonzado jifero [matarife, avulgarado] los miraba y padecía en el último grado de la disolución. Pasaba en el desorden de los viajes y en el matadero muchos días y, por la noche, era el primer convidado a los bailes, los saraos y las bodas de todas castas. Entretenía a los circunstantes con la variedad de muchas bufonadas y tonterías, que se dicen vulgarmente habilidades, y aventajaba en ellas a cuantos concurrían en aquellos tiempos al reclamo de tales holgorios y funciones. Disfrazábame treinta veces en una noche, ya de vieja, de borracho, de amolador francés, de sastre, de sacristán, de sopón [estudiante pobre que vive de la caridad], y me revolvía en los primeros trapos que encontraba que tuviesen alguna similitud a estas figuras. Representaba varios versos que yo componía a este propósito, y arremedaba con propriedad ridículamente extraordinaria los modos, locuciones y movimientos de estas y otras risibles y extravagantes piezas. Tenía bolsa de titiritero y jugaba, con prontitud y disimulado, las pelotillas, los cubiletes y los demás trastos de embobar los concursos. Acompañaba con la guitarra un gran caudal de tonadillas graciosas y singulares, y danzaba con ligereza y con aire toda la escuela española, ya con castañeta, ya con la guitarra, ya con la espada y el broquel, dando sobre estos trastos variedad y multitud de vueltas, que no me pudo imitar ninguno de los mancebos que andaban entonces en la maroma de las locuras, deseosos de parecer bien con estas gracias, habilidades o desenfados. Finalmente, yo olvidé la Gramática, las súmulas [compendio de los fundamentos de la Lógica], los miserables elementos de la Lógica que aprendí a trompicones, mucho de la doctrina cristiana y todo el pudor y encogimiento de mi crianza. Pero salí gran danzante, buen toreador, mediano músico y refinado y atrevido truhán. 

Revuelto en esas malas costumbres y distracciones gasté cinco años en el colegio, y al fin de ellos volví a la casa de mis padres [en 1713]. Un mes poco más estuve en ella mal contento con la sujeción, atemorizado del respeto y escasamente corregido. Pero, a pesar de los gritos que me daban mis camaradas y de los llamamientos de mis inclinaciones traviesas, vivía más contenido y retirado. Leía, por engañar al tiempo y entretener la opresión, tal cual librillo de los que por inútiles se habían quedado del remate y desbarato [quiebra] de la tienda de mis padres, y especialmente me deleitó con embeleso indecible un tratado de la esfera del padre Clavio [El jesuita y matemático alemán Christof Klau o Christophorus Clavius (1537-1612)], que creo fue la primera noticia que había llegado a mis oídos de que había ciencias matemáticas en el mundo. 

Algunas veces, a hurtadillas de la vigilancia de mis padres y de mi obediencia, hice algunas salidas y escapatorias que se ordenaban a correr [robar y escapar a la carrera] las cazuelas y cubiletes de las pastelerías, a hurtar las copiosas cenas de la capilla de Santa Bárbara [comida de celebración a que invitaba el nuevo licenciado por la universidad], a introducirme con mis amigotes en las casas de cualquiera de los barrios extraviados donde sonaba el panderillo o la guitarra y a hacer burlas, embelecos y bufonadas con todo género de gentes y personas. Desde este tiempo tomaron tal miedo a estos hurtos, y tan soberbio temor a los palos y pedradas que se levantaban entre los hurtados y ladrones, que los graduados y ministros de la Universidad, por acuerdo suyo, repartían las cenas a las tres de la tarde, quedándose sólo con los huevos, el jigote [guisado de carne picada] y la ensalada, para cumplir con la ceremonia y el hambre de la noche. 

Omito el referir y particularizar las trazas y espantajos de que nos valíamos para lograr las presas, por no hacer más prolija esta historia y por no recordar, con las relaciones, los sentimientos y los enojos de muchos, que hoy viven, de los que padecieron tan pesadas burlas. Parecíale a mi espíritu que eran pocas y muy llenas de susto las libertades que se tomaba mi industria escandalosa, aprovechándose del sueño, el descuido y las ocupaciones de mi padre, y traté en mi interior de entregarme a todas las anchuras y correrías a que continuamente estaba anhelando mi altanero apetito. 

Precipitado de mis imaginaciones, una tarde que salieron al campo mis padres y hermanas y quedé yo en casa apoderado de los pocos ajuares de ella, tomé una camisa, el pan que pudo caber debajo del brazo izquierdo, y doce reales en calderilla que estaban destinados para las prevenciones del día siguiente; y, sin pensar en paradero, vereda ni destino, me entregué a la majadería de mis deseos y a la necedad de la que llaman buena ventura. Y una y otra, acompañadas de la soltura de mis pies, me pusieron aquella noche en Calzada de Don Diego. Tomé posada en las gavillas de las eras. Tumbado entre las pajas, empecé a sacar pellizcos de la provisión que llevaba en la maleta de mi sobaco y, con el pan en la boca, me agarró un sueño apacible y dilatado. Dormí hasta que el sol me caldeó los hocicos con alguna aspereza, y desperté arrepentido de haber dejado la acomodada pobreza de la casa de mis padres por la cierta desgracia del que camina sin conocimiento y sin dinero. Estuve un breve rato, mientras me sacudía de las pajas, lidiando contra las razones y los aciertos de volverme; pero quedé vencido o del temor a las reprehensiones que se me proponían o de los consejos de mi bribón apetito. Y, rompiendo por los trabajos, calamidades y miserias que me pintó de repente la consideración de mi cortedad y poca industria para buscar la comida, me encaminé a Portugal, sin proponérseme descanso, parada ni oficio a que me había de poner. 

Entré por Almeida, y por el camino iba discurriendo parar en Braga, en donde residía un paisano en cuya franqueza ya libraba mi antojo el sustento, el ocio y la diversión. Pasada la Ponte de Coba, encontré a un ermitaño, que hacía algunos años que rodaba por aquel pedazo de tierra que llaman los portugueses Detrás de os montes. Y oliéndome este en la conversación que emprehendimos y en los humos de mi bagaje que yo iba, como suelen decir, a buscar la vida, me convidó con las solicitudes y mañas que él había encontrado para sostener la suya. Propúsome el descanso, quietud, libertad y provechos de la tablilla [insignia que distinguía a los pedigüeños para ermitas o santuarios], la independencia de las gentes y peligros del mundo, los intereses y seguridades de la soledad y el retiro; y sus ponderaciones –y unos trozos de pernil que se asomaban por las roturas de una alforja que llevaba su borrico– me arrastraron a probar la vida de santero. 

A ratos espoleando arena y a veces subido sobre el burro, caminaba yo con mi nuevo y primero amo hacia las cuestas de Mundín, donde me dijo que tenía su habitación y, no lejos de ella, la ermita que cuidaba. Era el ermitaño un hombre devoto, de buen juicio, desengañado, discreto, humilde, de corazón arrogante y liberal, y de un espíritu tan valiente que nunca vio al miedo ni entre la multitud, ni entre la soledad, ni entre las relaciones ni los asombros. Fue en Barcelona guarda mayor y administrador de rentas reales, y fue el hombre temido entre las asperezas de Cataluña por su valor, su cortesía y su buen modo. Retiráronlo del bullicio del mundo las tiranías de una ingratitud; y, cuerdamente piadoso consigo, temiendo las continuaciones y las cautelosas asechanzas que le había empezado a poner la fortuna para derribarlo, se ocultó de sus reveses en las olvidadas situaciones del despoblado. Libraba el sustento a los trabajos de su demanda y ganaba el pan con escasa fatiga y dichosa recreación. Los ratos que le sobraban después de buscar el alimento, los lograba rezando, leyendo y meditando con despejada ternura, devota y atenta alegría. Venerábanle en todos los pueblos vecinos con honrados aprecios, porque además de no ser enfadoso como los regulares demandantes ni pedigüeño importuno, sino un pobre garbosísimo y desinteresado, era cortesanamente apacible y muy gracioso en la conversación, la que seguía en cualquiera asunto de los civiles, limpia de adulaciones, hipocresías, embustes y necias lisonjas. 

Estuvo aprovechando la vida algunos años este venerable hombre en la quietud de la soledad, hasta que lo sacó de ella una carestía y hambre común en aquellos países, a la que se siguió la pestilencia y la muerte de muchas personas y ganados. Llegó a guarecerse a Salamanca, en donde tuve la honra y el gusto de verle segunda vez, y él el consuelo de encontrarme menos loco, más acomodado y viviendo con alguna honra en el pueblo donde nací. Viéndole viejo, fatigado e inútil para proseguir los afanes de la demanda, le rogué que se quedase hasta morir en mi casa; y, habiendo aceptado un breve rincón de ella para su retiro, lo llamó Dios a otro apartamiento más conforme, más santo y más oportuno para su costumbre y devoción. Llámase este humildísimo hombre don Juan del Valle. Vive hoy y asiste en la portería de San Cayetano de Salamanca, en donde sirve de ejemplo y alegría a cuantos ven su afable y devoto rostro. Los padres de este observantísimo colegio le aman, conocen y tratan con respeto cariñoso. Vive contentísimo, porque le dan la comida y el entierro. No ha querido recibir nunca dineros ni más alhajas que alguna chupa [abrigo ajustado hasta la rodilla], capa o calzones viejos, cuando ha tenido gran necesidad de cubrirse. Yo le guardo un amor paternal y una reverencia respetosa, sin atreverme a hacerle más ruegos que los que le encargo de que me encomiende a Dios.

 Llegamos a la ermita, y sacando de un arcón un saco viejo, capilla y alpargatas, mandó que lo trocase por mi ropa, lo que hice prontamente, y la guardó en el mismo paraje donde había sacado los atavíos de santero. Me encargó las obligaciones de atizar la lámpara, barrer la ermita y cuidar del borrico. Diome un par de desengaños y muchos consejos, los que remató con la saetilla [sentencia aguda] de “haz aquello que quisieras haber hecho cuando mueras”; y quedé una fantasma de beato tan propria, que me podía equivocar con el más pajizo padre del yermo. 

Cobré con su presencia el rubor y la humildad que habían arrojado de mi corazón los malos ejemplos y mis cavilaciones. A su vista respiraba cobarde, confundido y respetoso. Le amaba y le temía con especial inclinación y cuidado. Trabajaba con gusto y deseaba dárselo con todas mis operaciones y trabajos. Los ratos que me dejaban libres la lámpara, la escoba y el borrico, los entretenía leyendo varios libros devotos que repasaba muy a menudo mi padre ermitaño. 

Y en estos oficios permanecí cuatro meses, sin haberme disgustado ni los recuerdos de mis travesuras ni la mudanza de mis libertades a estas solitarias opresiones. Agradable con mis correspondencias y satisfecho de mi conducta, me enviaba a la recaudación de las limosnas mensuales con que le socorrían algunas personas aficionadas a la ermita y al ermitaño. Tratábame con mucho amor y con total confianza, y ambos vivíamos contentos, pagados y dichosos, porque el trabajo no era mucho, la diversión bastante, la comida más que moderada y el descanso regular, porque la noche toda la pasábamos en quietud y suspensión, sin más fatiga que leer o rezar dos horas y dormir seis o siete. 

Toda la reparación de mi vida y la cobranza de mis perdidos talentos había encontrado en la presencia, en el trato y ejemplares acciones de este desengañado varón, y todo me lo volvió a quitar mi desdicha, mi flaqueza y mi poco juicio. Descuidose en relinchar un poco mi juventud en una ocasión que habían venido a visitar el santuario unas familias portuguesas, estando ausente mi amo y mi maestro; y, medroso de que descubriese la incontinencia de unas licenciosas, indiferentes y equívocas palabras que le solté a una  muchachuela que venía en la tropa, traté de huir de la aspereza con que ya me presumía reñido de la cordura de mi maestro, y castigado del terrible rigor con que me pintaba a su semblante mi conocimiento, mi delito y su prudente queja. Y antes que se restituyese a la ermita, saqué mi ropa del arcón donde estaba depositada y, dejando el reverendo saco, marché acelerado con los temores de que no me encontrase en el camino de Coimbra, adonde me prometían mis ignorancias y antojos alegre paradero. 

Sin el susto del encuentro que temía, y sin haber padecido más descomodidades que las que por fuerza ha de pasar el que camina a pie y sin dinero, llegué a la celebérrima Universidad de Coimbra. Presenté a mi persona en los sitios más acompañados del pueblo y, ensartándome en las conversaciones, persuadí en ellas que yo era químico, y mi primer ejercicio el de maestro de danzar en Castilla. Contaba mil felicidades de mis aplicaciones en una y otra facultad. Mentía a borbollones; y la distancia de los sucesos, y mi disimulo, y las buenas tragaderas de los que me oían, hicieron creíbles y recomendables mis embustes. Confiado en las lecciones que había tomado en Salamanca del arte de danzar y en unas recetas desparramadas de un médico francés que tenía en la memoria, me vendí por experimentado en uno y otro arte. 

El ansia de ver el hombre nuevo (que es general en todas gentes y naciones) me juntó alegres discípulos, desesperados enfermos y un millón de aclamaciones necias, hijas de la sencillez, de la ignorancia y del atropellamiento de la novedad. Yo sembraba unturas, plantaba jarabes, injería cerotes y rociaba con toda el agua y los aceites de mi recetario a los crónicos, hipocondríacos y otros enfermos impertinentes, raros y cuasi incurables. Recogía el mismo fruto que los demás doctores sabios, afortunados y estudiosos, que era la propina, el crédito, la estimación, el aplauso y todos los bienes e inciensos que les da la inocencia y la esperanza de la sanidad. En orden a los sucesos tuve mejor ventura o más seguro modo para lograrlos favorables que el Hipócrates; porque a este y cuantos siguieron y siguen sus aforismos y lecciones, se le[s] murieron muchos de los que curaban, otros salían a puerto y otros se quedaban con los achaques. De mis emplastados y ungidos ninguno se murió, porque las recetas no tenían virtud para sanar ni para hacer daño. Algunos sanaban con la providencia de la naturaleza; y a los más se les quedaba en el cuerpo el mal y la medicina, y la aprehensión les hacía creer algún alivio. Fui, no obstante mi necesidad, mi arrojo e ignorancia, un empírico considerado y más prudente que lo que se podía esperar de mi cabeza y mis pocos años; porque no me metí con enfermo alguno de los agudos, ni tuve el atrevimiento de administrar purgantes, ni abonar ni maldecir las sangrías. Bien penetraba mi poca filosofía lo peligroso de estos y lo poco importante de mis apósitos; y con esta seguridad y conocimiento vivíamos todos, mis dolientes con sus achaques y yo con sus alabanzas y dineros. 

En la danza también tuve que trabajar; pero en esta con más satisfacción y sin ningún peligro, porque era más diestro en los compases que los médicos en sus curaciones, y vivía fuera de las congojas de que me capitulasen de necio en el ejercicio. A pocos días era ya la celebridad y conversación de los melancólicos, los desocupados y noveleros. Y con sus solicitudes y aprehensiones, arribé a juntar algunas monedas de oro, buenas camisas y un par de vestidos que me engalanaban y prometían mi poco seso. 

La ridícula historia de unos indiscretos celos de un destemplado portugués, cuya infame sospecha es digna de que se quede enterrada en el silencio y el olvido, me obligó a dejar Coimbra y tomar seguridad en la ciudad de Oporto, adonde me mantuve gastando en figura de caballero lo que había ganado en ocho meses a hacer cabriolas con los pies y las manos. 

Aunque procuraba gastar el dinero con alguna dieta, llegó el caso de aniquilarse mi caudal y de verme en la congoja de elegir nuevo camino para buscar la vida, con la que andaba de perdición en perdición. No discurría en vereda en que no contemplase mil estorbos, enfados, opresiones y descomodidades; y, pareciéndome más libre y más holgona la de soldado, asenté plaza en el regimiento de los ultramarinos, en la compañía de D. Félix de Sousa. Pagáronme razonablemente la entrada; tomó un sargento las señas de mi figura con distinción bastante y menudencia, y le dije que mi nombre era Gabriel Gilberto, y con este fingimiento corrí la temporada que anduve vestido con la librea verde. El miedo a los palos, a las baquetas, al potro y a los demás castigos con que se reprehenden las faltas menudas en la milicia, me hizo cumplir exactamente con las obligaciones de soldado. Queríame mucho mi capitán, y yo le pagaba el cariño con singular respeto y pronta asistencia a cuanto se le ofrecía. 

Trece meses estuve bastantemente gustoso en este ejercicio y me parece que hubiera continuado esta honrada carrera si no me hubieran arrancado del camino las persuasiones de unos toreros, hijos de Salamanca, que pasaron a Lisboa a torear en unas fiestas reales que se hicieron en aquella corte. Facilitaron los medios de la deserción, disfrazándome con la jaquetilla [chaqueta], el sombrero a la chamberga y los demás arneses de la bribia [holgazanería apicarada]. Yo consentí porque, aunque vivía gustoso, deseaba ver a mis padres y los muros de mi patria. En el convento de San Francisco de Lisboa me despojé del uniforme y, vestido con las sobras de un torero llamado Manuel Felipe, me encuaderné en la tropa, y juntos todos tomamos el camino de Castilla, sin habernos sucedido acaso alguno digno de ponerse en esta relación. 

Al paso que me iba acercando a Salamanca, iba creciendo en mi corazón el miedo y la vergüenza, y otros embarazos que me dificultaban la entrada a la casa y la vista de mis padres. Nunca me resolví a que me viesen con la gentecilla con quien venía incorporado; y, fingiendo con mis camaradas que tenía precisión de detenerme algunas semanas en Ciudad Rodrigo, me dejaron como a una legua distante de Valdelamula, libre del riesgo que amenazaba a mi vida si me mantuviera en las posesiones de Portugal. Entré en Ciudad Rodrigo y me volví a la ropa de estudiante, prestándome por entonces, en la confianza de que lo pagarían mis padres, D. Juan de Montalvo lo que era oportuno para ponerme delante de gentes de razón. 

Escribí a Salamanca a varios intercesores para que templasen el justo enojo de mis padres y les persuadiesen lo desengañado que volvía de mis aventuras y delirios. Y el amor, la necesidad, y la consideración de los peligros a que me volvería a arrojar, y los ruegos de los interlocutores, me facilitaron con suavidad y con dulzura su cariño y acogimiento. Recibiéronme gustosos. Yo me eché a sus pies avergonzado y con propósitos de no darles más pesadumbres, y juré nuevamente mi obediencia. 

Las raras gentes que traté en las ridículas aventuras de químico, soldado, santero y maestro de danza, el crecimiento de los años y la mayor edad de la razón, me pasmaron un poco el orgullo, de modo que ya tomaba algún asco a las desenvolturas y libertades que había aprendido en la escuela de mi ociosidad y en las maestrías de mis amigotes. Ya conocía yo que iban faltando de mi celebro muchas de aquellas cavilaciones y delirios que me aguijoneaban a los disparates y los despropósitos. Desamparado, pues, mi seso de algunas turbaciones y libre del mal ejemplo de mis compatriotas (que ya faltaban todos de Salamanca), empecé una vida más segura y menos rodeada de enredos, bufonadas y desvergüenzas. 

No fui bueno, pero a ratos disimulaba mis malicias. No dejé de ser muchacho, pero ya era un mozo más tolerable y menos aborrecido de las gentes de buena crianza. Era atento y cortesano exquisitamente con los mayores y los iguales; y, con esta diligencia y la de mi serenidad, fui ganando el cariño de los que antes me aborrecían con razón y con extremo. Con estas disposiciones volví de Portugal a mi patria. Las aventuras que fueron sucediendo a mi vida las verá el que leyere u oyere el tercer trozo que se sigue.

I. ANÁLISIS

1) Resumen

Presentamos aquí los dos primeros capítulos de la Vida de Diego de Torres Villarroel. Estamos ante una autobiografía muy interesante por su contenido, pues se dibuja a sí mismo con franqueza y juicio crítico. En el siglo de las luces, Torres Villarroel es un cínico descreído de la ciencia y escéptico en cuanto a la sociedad.

Hemos elegido los dos primeros «trozos» (capítulos, realmente) de su vida. El autor los divide en décadas. De este modo, el primero recoge su niñez, y el segundo, su adolescencia y juventud. 

En el primer trozo, bastante breve, Torres Villarroel recuerda su niñez y cómo se fue forjando su carácter. Fue un niño revoltoso y propenso a las picardías. El miedo al castigo (físico, en general, que el autor estima muy necesario) y las advertencias de los padres lo condujeron, más o menos, por el buen camino. Recuerda la suciedad que lo rodeaba cuando iba creciendo. Aprendió las primeras letras en la escuela, sin entusiasmo alguno. Azuzado por un vecino, se pegaba muchas veces con sus los vecinos de su edad. 

El segundo trozo es más extenso. Relata su paso por las aulas del colegio trilingüe de la Universidad, equivalente a la secundaria y bachillerato que se imparte en un instituto. Le llamaban «piel del diablo», dada su tendencia a la bronca y la trastada. Estudia sin ganas y aprende sin ilusión. Le conceden una beca de estudios que cubre todas sus necesidades; opta, o le obligan, a elegir Filosofía como área de estudio central. En todo este tiempo hace mil trastadas enojosas para las víctimas: roba, ridiculiza, satiriza, etc. a todo aquel que se pone a su alcance. Por supuesto, con ayuda de otros estudiantes, más bien golfos, de su misma catadura. Así cierra su etapa de becado. Algo especialmente grave, ya en casa de sus padres, debió de hacer hacia los dieciocho años, pues huye de España, camino de Portugal. Allí, entre Coímbra y Oporto, realiza oficios variopintos: santero, curandero, químico, danzarín y, finalmente, soldado. Se cansa y se enrola con una cuadrilla de toreros. Vuelve con ellos a España, todo con nombres falsos, disfraces y otras trapacerías. Se presenta en casa de sus padres, lo perdonan y admite que su carácter está más sosegado y juicioso, aunque dista de ser un modelo.

2) Temas abordados

Los temas más destacados de estos dos primeros capítulos son:

-Infancia alegre e inocente en un ambiente familiar tranquilo y razonable.

-Adolescencia y juventud agitadas, inquietas y poco provechosas a causa de un carácter inquieto y alocado.

-Aversión al saber reglado por falta de juicio personal.

-Tendencia imparable a la picardía y la fechoría de todo tipo guiado por un carácter impulsivo y rebelde.

3) Apartados temáticos

El texto se divide en dos trozos, uno por cada década. Son las dos secciones del conjunto del texto que aquí hemos seleccionado. Dentro de cada uno de ellos, el contenido es continuo, sin cortes o interrupciones por el contenido. 

4) Lugar y tiempo de la acción narrada

Torres Villarroel es salmantino, así que su infancia, el primer capítulo, discurre todo él en Salamanca, entre su casa natal y las aulas universitarias. El segundo capítulo se desarrolla entre Salamanca y Portugal. En plena juventud se desplaza al país lusitano, donde vive sobre dos años, entregado a oficios varios. Las ciudades donde se asienta son Coímbra, Oporto y Lisboa.

El tiempo de la escritura corresponde a los años previos a 1743, fecha de la primera edición. El tiempo de la acción narrada coincide con la propia vida de Torres Villarroel, puesto que estamos ante una autobiografía real. La duración de la acción se corresponde con la trayectoria biográfica de nuestro autor salmantino.

5) Figura del narrador

Estamos ante una autobiografía. El propio protagonista es el narrador de su trayectoria. Se trata de un relato homodiegético. El narrador se manifiesta, pues, en primera persona. Lógicamente, es interno, subjetivo y parcial, porque, después de todo, relata su vida real, no imaginaria.

6) Comentario estilístico

Este texto es una narración autobiográfica verídica. Torres Villarroel rememora su vida entera. Aparentemente, lo hace con honestidad intelectual y bastante objetividad. De hecho, se pinta como un niño, adolescente y joven bastante insoportable, tanto en la calle y en casa, como en el aula. El género impone un estilo algo moderado, poco propicio a excesos estilísticos.

Se percibe muy bien cierta tendencia al conceptismo quevediano: juegos de palabras, recursos del pensamiento (antítesis, paradojas, metáforas y metonimias, a veces muy seguidas, como en un bosquejo de alegoría, etc.). El período sintáctico tiende a cierta longitud, aunque se percibe un esfuerzo del autor por resultar claro, recortando la extensión final. Sabe muy bien que la brevedad aumenta el valor del sentido y la estima del lector.

El léxico es variado y muy expresivo. Del lenguaje coloquial y familiar, al más selecto y «libresco», se abre todo un abanico de vocabulario preciso, vivo y sugerente. Aquí también se puede percibir un cierto esfuerzo por el equilibrio, pues el autor propende a la hipérbole.

7) Contextualización

Diego de Torres Villarroel (Salamanca, 1694 – ibíd., 19 de junio de 1770) fue un prolífico escritor. Compuso poemas de buena calidad y algunas piezas dramáticas cómicas. Se licenció de médico, ejerció de profesor de Matemáticas en la Universidad de Salamanca y accedió al sacerdocio en los años finales de su vida. 

Su fisonomía es extraña por el perfil de su cara, ovoide y angulosa. Él mismo afirma que tiene cabello rubio y de ojos azules y bien parecido, «con más catadura de alemán que de castellano o extremeño». No cabe duda que tenía don de gentes y era buen conversador, lo que le granjeó amigos poderosos, que lo protegieron en muchos momentos de agitada vida. 

Es evidente que goza de una buena inteligencia y excelente memoria, por eso pudo estudiar su secundaria y bachillerato en el Colegio Trilingüe de Salamanca. Dice de sí mismo que estudiaba poco y desordenadamente. No hay por qué no creerlo, aunque de sus numerosas obras publicadas se infiere muy bien que su cultura no era somera. Sus conocimientos de astrología y matemáticas, sin ser deslumbrantes, parecen suficientes para su desempeño docente. Ya hemos visto que, hacia los dieciocho años, se fue a Portugal por asuntos turbio. Allí ejerció sucesivamente ermitaño, bailarín, alquimista, matemático, soldado, torero, estudiante de medicina, curandero, astrólogo y adivino.

A su vuelta a Salamanca, completó lecturas de matemáticas, magia, astrología, etc. Se le ocurrió publicar almanaques anuales (desde 1718 hasta 1776) con pronósticos meteorológicos (y de otro tipo, junto con comentarios personales), que le proporcionaron fama y riqueza. Firmaba como «El gran Piscator de Salamanca». Como la ingenuidad de la gente es muy amplia y la credulidad todavía mayor, obtuvo un éxito más aparatoso. Parece que adivinó algún acontecimiento político de alcance europeo.

En 1723 se muda a Madrid; tras unos inicios sufridos, logra la protección de la condesa de Arcos. Acaba sus estudios de medicina; escribe en la Gaceta de Madrid con mediano éxito. Acaba por ser expulsado de la corte por sus comentarios antinobiliarios y su vida poco edificante. Obtiene la cátedra de matemáticas en la Universidad de Salamanca (1727), lo que le proporciona estabilidad económica, aunque no mental. En 1732 se gradúa en Artes, siendo maestro de dicha materia. Durante esta época pasaba los veranos en Madrid. Justo en ese año se ve inmerso en un turbio asunto en Medinaceli; huye a Francia; luego, a Portugal. El rey autoriza su regreso en 1734. Retoma la docencia y se entrega a la escritura. 

En 1742 publicó los cuatro primeros «Trozos» de su Vida, con notable éxito de público.  En 1745 sufre una crisis moral y filosófica; abandona la docencia, muy arrepentido de su vida descocada hasta entonces. En marzo de 1746, retoma su trabajo docente y visita Madrid con frecuencia. Se hace subdiácono y sacerdote, en 1846. En 1750 se jubila como profesor; peregrina a Santiago de Compostela y adopta una vida tranquila, aunque sigue escribiendo. Sus Obras completas ven la luz en 1752, por suscripción popular. 

Falleció en junio de 1770,​ a los 77 años de edad, en el imponente Palacio de Monterrey de Salamanca, donde ocupaba habitaciones que, hacía años, la duquesa de Alba había puesto a su disposición. Como vemos, una vida bastante similar a la de un pícaro, pero con final más tranquilo.

Conocemos muy bien su personalidad y pensamiento a través de su autobiografía. Es un hombre a medio camino entre el cinismo escéptico, el aprendiz de burgués espabilado (vive de sus publicaciones, de dudosa utilidad sobre la adivinación del futuro) y el vividor desvergonzado; algunas veces se pasó de la raya y lo pagó con destierros. Su arrepentimiento final es típico de este tipo de personalidad casquivana. Sabe que su desparpajo le granjea amigos y beneficios económicos, así que lo explota al máximo. Exponer su vida a la plaza pública no es agradable, pero si es el precio que hay que pagar por importantes emolumentos de sus derechos de autor, piensa Torres Villarroel. No hizo aportaciones científicas, ni docentes, ni profesionales.

Se retrata muy bien cuando afirma en el prólogo a su Correo del otro mundo (1725): «Yo no escribo para que aprendas, ni te aproveches, ni te hagas docto, pues a mí, ¿qué se me da de que tú seas estudiante o albañil…? Yo escribo porque no tengo dinero ni donde sacarlo». Ciertamente, obtuvo pingües beneficios y fama popular a raudales. Le agradecemos su sinceridad, ya que carece de altura intelectual.

7) Interpretación y valoración

Estos dos capítulos de la Vida de Torres Villarroel son muy interesantes porque nos informa sobre la infancia y juventud de un joven salmantino de clase media baja. Sus años infantiles fueron, más o menos, como los de cualquier muchacho de su entorno salmantino. Poca higiene, alimentación suficiente, pero no sobrada y una pronta inmersión (cinco años, da a entender) en la alfabetización. Aquí debemos destacar el mérito de sus padres por procurarle una escolarización temprana, a pesar de la tendencia a la haraganería y la bellaquería del niño, luego adolescente y joven.

La educación sigue un sistema muy distinto al de hoy. No hay estudios científicos hasta la universidad, y eso si los elige específicamente el estudiante. El Colegio Trilingüe se dedica, como su nombre indica, a la enseñanza intensiva del latín, griego y hebreo. Los castigos físicos estaban a la orden del día. El mismo Torres Villarroel recibió bastantes, aunque apenas lo enmendaron. Él insiste en los beneficios de esta pedagogía, y no solo para niños, sino también para adultos de cualquier edad.

Aunque muestra cierta tendencia a la hipérbole sobre sus rasgos y acciones escandalosas, y omite o manipula ligeramente otras, lo cierto es que el conjunto es un relato verídico de la vida de un hombre que ha de luchar por si  supervivencia y contra su propio carácter levantisco e inconstante. Como sabe que a su público lector le encantan las boutades y excentricidades, cuanto más escabrosas mejor, las narra con delectación; hoy resulta algo pesado y cargante.

Torres Villarroel posee un buen dominio de la lengua castellana. Exhibe un estilo algo conceptista, con sus consiguientes juegos conceptuales. Al mismo tiempo, hay en Torres Villarroel una inclinación por lo popular: léxico común e informal, giros propios del habla de la calle y una sintaxis con un ritmo coloquializante.

Con estos mimbres logra elaborar un relato personal, con un tono confesional, dominado por la sinceridad; se aprecia muy bien en que no oculta sus defectos o vicios propios de la infancia y juventud. El reconocimiento explícito de sus faltas, como persona, predisponen al lector a concederle la indulgencia y a seguir leyendo, pues se repetirán las picardías; ahí, el lector, compasivo, le otorga su comprensión y, muchas veces, el perdón.

II. PROPUESTA DIDÁCTICA

(Las siguientes actividades se pueden realizar de modo individual o en grupo; de manera oral o escrita; en clase o en casa; utilizando medios tradicionales o recursos TIC, según las circunstancias lo aconsejen).

1. Comprensión lectora 

1) Resume el texto (150 palabras, aproximadamente). 

2) Señala su tema principal y los secundarios. 

3) Delimita los apartados temáticos, atendiendo a las modulaciones de sentido. 

4) Analiza el lugar y el tiempo donde se desarrollan los hechos narrados. 

5) ¿Qué tono tiene la autobiografía: positivo, optimista, esperanzado, o todo lo contrario? 

6) Señala los rasgos propios de la novela picaresca que aparecen aquí. 

7) Localiza y explica una docena de recursos estilísticos y cómo crean significado. 

2. Interpretación y pensamiento analítico 

1) Los maestros y profesores del texto, ¿son violentos, o más bien amables? 

2) El protagonista, ¿qué siente hacia las instituciones educativas? ¿Por qué será así? 

3) ¿Qué papel juegan los padres en la vida de Torres Villarroel? 

4) ¿Cómo se aprecia en el texto el peso de los vicios o defectos morales de la persona?

5) ¿Qué piensa de la disciplina y los castigos violentos en el entorno educativo? 

6) El don de gentes se manifiesta en el último párrafo. Explica en qué consiste, según Torres Villarroel, y las consecuencias de su acertado manejo.  

3. Fomento de la creatividad

1) Elabora un poema o texto en prosa que consista en una autobiografía, real o ficticia, de un hombre joven.  Puedes imprimir un sentido .

2) Imagina y transcribe una conversación o plática entre la clase y Torres Villarroel a propósito de su libro y su vida. 

3) Realiza una exposición sobre Diego de Torres Villarroel, su literatura y su tiempo, para ser presentada ante la clase o la comunidad escolar, con ayuda de medios TIC o pósteres, fotografías, pequeña exposición bibliográfica, etc. 

4) Aporta o crea imágenes que sirvan para expresar la trayectoria de una vida en un contexto sociedad complicado, y no perder la esperanza y la alegría de vivir; puedes seguir el ejemplo de Torres Villarroel.

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